Acapulco fue uno de esos viajes que se me quedaron grabados sin proponérmelo. No por el hotel ni por la playa en sí, sino por caminarlo, por subir, detenerme, mirar hacia abajo y sentir que el océano estaba ahí, imponente, marcando el ritmo de todo. Era 2009 y llevaba conmigo una Nikon D80, un lente 18-55 y mucho entusiasmo. Nada más.
Llegar a Acapulco es entender que esta ciudad no se descubre solo a nivel del mar. Hay que subir, bordear los cerros, caminar por los miradores. Y uno de los puntos donde todo eso se resume es Sinfonía del Mar.
El mirador donde el mar habla
Sinfonía del Mar no es un atractivo ruidoso ni un punto turístico invasivo. Es un anfiteatro al aire libre, incrustado en el acantilado, con graderías de concreto que miran directamente al Pacífico. Ahí no hay escenario: el escenario es el mar.
Me senté un rato antes de disparar la cámara. El viento subía desde abajo, el sonido del oleaje rebotaba entre las rocas y el cielo empezaba a cambiar de azul. Entendí por qué el nombre: el mar no se oye, se escucha. Cada ola golpea distinto, cada ráfaga tiene su propio ritmo.
Desde ese mirador se domina gran parte de la Bahía de Santa Lucía, con la ciudad trepando por los cerros, casas y edificios colgados como si desafiaran la gravedad. Es una postal viva, no posada.





La Quebrada: vértigo y tradición
A pocos pasos de Sinfonía del Mar aparece el entorno de La Quebrada. Aunque no siempre se vea el clavado en ese instante, el lugar se siente distinto. Las rocas son más abruptas, el mar golpea con más fuerza y uno entiende que aquí Acapulco construyó parte de su identidad.
La Quebrada no es solo un espectáculo: es historia viva. Desde hace décadas, los clavadistas se lanzan desde alturas extremas, leyendo el mar, esperando el momento exacto en que la ola abre paso. Ver ese entorno desde arriba, cámara en mano, genera respeto. No es un show armado; es una conversación directa con el océano.




Playas, ciudad y contraste
Más abajo, Acapulco se despliega con sus playas, sus caletas y su energía constante. No todas las playas son iguales: algunas tranquilas, otras intensas, pero todas abrazadas por el mismo mar profundo. Desde el mirador, el contraste es claro: arriba, silencio y contemplación; abajo, vida, movimiento y ruido.
Ese contraste es parte de la belleza del lugar. Acapulco no se entiende sin sus cerros, ni sin sus miradores. Es una ciudad vertical, donde cada altura ofrece una lectura distinta del mismo paisaje.
Fotografiar Acapulco en 2009
La Nikon D80 acompañó bien ese recorrido. Luz dura de la tarde, cielos abiertos, contrastes fuertes entre roca, mar y ciudad. No buscaba la foto perfecta, sino recordar cómo se sentía estar ahí. Las barandas del mirador, las graderías del anfiteatro, el horizonte infinito… todo quedó registrado con una naturalidad que hoy se agradece.
Un Acapulco que se contempla
Sinfonía del Mar, el mirador y La Quebrada no son solo puntos turísticos; son espacios para detenerse. Para mirar sin prisa. Para entender por qué Acapulco fue, y sigue siendo, uno de los paisajes costeros más potentes del Pacífico mexicano.
A veces, los mejores recuerdos de viaje no están en la playa ni en el hotel, sino en ese momento en que te sientas frente al mar, cámara apagada, y simplemente escuchas cómo el océano hace su propia música.
