Hay un punto en el viaje de Puno hacia La Paz donde el trayecto deja de ser carretera y se convierte en experiencia pura. El Estrecho de Tiquina no es solo un cruce: es una pausa obligatoria, un recordatorio de lo inmenso del Lago Titicaca y de lo frágil que se siente uno cuando el camino se parte en dos.
Venía de Copacabana, con la sensación de estar avanzando por un territorio que no se parece a nada más. El cielo cambia rápido, el viento corta, el agua parece infinita. Y de pronto, el bus se detiene. No hay puente. Hay lanchas, plataformas flotantes y una coreografía perfectamente ensayada entre personas, motores y cuerdas.
Un cruce mínimo en distancia, máximo en sensación
El estrecho es angosto si uno lo mide en kilómetros, pero enorme si se mide en sensaciones. Los vehículos cruzan sobre balsas metálicas; los pasajeros lo hacen en pequeñas embarcaciones de madera. Todo sucede despacio, sin prisa, como si el lago marcara el ritmo.
Desde la orilla, las banderas bolivianas flamean con fuerza. El agua se mueve con un carácter que impone respeto. No hay dramatismo, pero sí una tensión silenciosa: el viento, el peso, el equilibrio. Es uno de esos lugares donde la infraestructura es mínima y la confianza en la experiencia humana lo es todo.
Fotografía en condiciones reales
Estas imágenes fueron tomadas con una Nikon D2x y el clásico lente Nikon 18-55mm. No había tiempo para pensar demasiado en ajustes finos. El reto era otro: luz cambiante, reflejos duros sobre el agua, viento constante y escenas que no se repiten.
La D2x, con su carácter directo y su sensor exigente, obliga a estar atento. Aquí no hay margen para el descuido. Cada encuadre se construye rápido, casi instintivamente. Personas esperando, conversaciones breves, miradas al horizonte. El cruce dura poco, pero visualmente pasa de todo.
El lado humano del estrecho
Más allá del cruce en sí, lo que queda grabado es la gente. Mujeres con polleras avanzando con paso firme, cargando bolsas como si el viento no existiera. Hombres conversando junto a las lanchas, riéndose, como si este momento fuera parte de una rutina diaria. Para ellos lo es. Para el viajero, no.
El Estrecho de Tiquina no busca impresionar. Lo hace sin proponérselo. Es extremo no por su peligro, sino por su honestidad: aquí el viaje se adapta al paisaje, no al revés.
Cuando el viaje te obliga a detenerte
Cruzar Tiquina es aceptar que no todo se resuelve con asfalto. Es entender que, en los Andes, el trayecto importa tanto como el destino. Minutos después, el motor vuelve a rugir, la carretera continúa y el lago queda atrás. Pero la sensación permanece.
Este tramo del viaje hacia La Paz no se olvida. Porque hay lugares que no se atraviesan: se viven, aunque sea por unos minutos, en medio del viento y el agua.













