Hay viajes que no se planifican para fotografiar, pero terminan regalándote imágenes que se quedan contigo. El trayecto desde Puno hacia La Paz es uno de esos caminos que se recorren casi en automático, hasta que aparece Copacabana y todo pide una pausa. No larga, no perfecta, pero sí necesaria.
Bajé con mi Nikon D2x, una cámara que no perdona la prisa. Es pesada, lenta si se la compara con equipos actuales, pero honesta. Y ese carácter encajó bien con Copacabana: un lugar donde la arquitectura no grita, pero tampoco pasa desapercibida.
Basílica Nuestra Señora de Copacabana: detalles que se descubren caminando lento
La basílica no impacta por monumentalidad inmediata, sino por acumulación de detalles. Muros blancos que reflejan la luz del altiplano, cúpulas recubiertas de cerámica verde y ocre, arcos que enmarcan el cielo y generan sombras limpias, casi geométricas. Todo parece pensado para ser observado con calma.
Me enfoqué en lo pequeño: los remates, los mosaicos, las transiciones entre materiales. La madera tallada de la puerta principal guarda símbolos que no buscan protagonismo, pero sostienen siglos de historia. Más adelante, la presencia de Francisco Tito Yupanqui recuerda que este lugar no es solo un punto de paso, sino un centro espiritual profundamente arraigado a la identidad andina.
Una escala corta que deja ganas de volver
Si algo me quedó claro es que Copacabana no se recorre en una sola pasada. Me faltó tiempo. Me faltó caminar sin rumbo, esperar otra luz, regresar a un mismo punto con más paciencia. Cada encuadre parecía decirme: aquí hay otra foto que aún no hiciste.
Esta vez fue solo un alto en el camino hacia La Paz. Pero hay lugares que, incluso en una visita breve, te dejan la sensación de que todavía no terminaste con ellos. Copacabana es uno de esos.
Hay viajes que no se planean para “ir”, sino para probar. Este fue uno de esos. Octubre de 2025, costa gris despejándose poco a poco, y una cámara que volvía a mis manos como si nunca se hubiera ido: la Nikon D300. No la D300s, la original. La que todavía suena mecánica, firme, honesta. La que no pide disculpas por su edad.
El destino fue el norte chico de Lima, con paradas largas en Chancay y Huarmey. No buscaba postales perfectas ni cielos imposibles; buscaba ver cómo se comportaba el sensor, cómo respiraba el color, cómo resolvía los bordes un lente extremo montado en un cuerpo que ya es clásico.
La D300 vuelve al ruedo
Monté un Tamron 11 mm, un lente que no perdona errores y que obliga a componer con intención. En la D300 se siente aún más radical: líneas que se estiran, horizontes que exigen cuidado, escenas que se vuelven casi cinematográficas.
Chancay apareció primero, con ese contraste tan suyo: arquitectura ambiciosa frente al mar, cerros áridos, embarcaciones pequeñas flotando cerca de un puerto que hoy mira al futuro. El gran angular lo exagera todo, y ahí está la gracia: no documentar, sino interpretar.
La D300 respondió como la recordaba. Colores sobrios, azules contenidos, una textura en el archivo que hoy muchos llaman “orgánica”, pero que antes simplemente llamábamos imagen. No hay exceso de nitidez artificial. Hay carácter.
Un castillo frente al Pacífico: detalles que desafían el gran angular
El castillo de Chancay se impone frente al mar como una construcción que parece sacada de otro tiempo, y justamente ahí está su encanto fotográfico. Sus torres, balcones y muros de inspiración medieval contrastan con la costa árida y el Pacífico abierto, creando un juego de texturas difícil de ignorar en gran angular. De cerca, los detalles revelan una arquitectura ecléctica: relojes incrustados en las fachadas, arcos superpuestos, escaleras que no buscan simetría sino recorrido, y superficies donde la piedra, el concreto y el color envejecido conviven sin intención de perfección. Con un lente ultra gran angular, el castillo no se deja “ordenar”: se expande hacia los bordes del encuadre, exagera volúmenes y obliga a mirar más de una vez, como si cada disparo descubriera un detalle nuevo que antes había pasado desapercibido.
El nuevo puerto de Chancay: modernidad mirando al horizonte
El Puerto de Chancay aparece en el paisaje como una señal clara de cambio. Donde antes el ritmo era marcado por embarcaciones pequeñas y actividad local, hoy se levantan grúas gigantes y estructuras industriales que redefinen la escala del lugar. Fotográficamente, el contraste es potente: cerros secos, barrios que trepan la ladera y, al fondo, la silueta azul del puerto proyectándose hacia el Pacífico. Con el gran angular, el puerto no solo se documenta, se siente: líneas verticales que rompen el horizonte, volúmenes que hablan de comercio global y un mar que sigue ahí, testigo silencioso de cómo Chancay deja de ser solo un punto costero para convertirse en una puerta estratégica entre el Perú y el mundo.
Huarmey: tiempo lento, mar abierto
Más al norte, Huarmey cambia el ritmo. El paisaje se abre, los barcos pesqueros parecen suspendidos en el tiempo y la costa se vuelve más humana. Familias en la playa, perros corriendo libres, construcciones simples mirando al mar sin pretensiones.
Aquí el 11 mm cobra sentido. No para hacer épica, sino para contar espacio. El cielo, el mar, la arena y las personas coexistiendo en un mismo plano. La D300, incluso en 2025, sigue siendo una cámara que invita a disparar con calma, a pensar antes de presionar el obturador.
Revelado con NX Studio: volver al origen
Todo el revelado lo hice en NX Studio, sin prisas, sin recetas modernas. Ajustes mínimos, respetando el archivo original. Recuperar sombras sin destruir el contraste, dejar que el cielo se mantenga real, aceptar el grano cuando aparece.
Este flujo no busca competir con lo último, sino entender lo que la cámara quiso decir. Y la D300 todavía dice mucho.
Fotografiar el norte chico hoy
Este viaje no fue una nostalgia forzada. Fue una confirmación. El norte chico de Lima sigue siendo un laboratorio perfecto para probar cámaras, lentes y, sobre todo, miradas. Chancay y Huarmey no necesitan filtros ni exageraciones: necesitan tiempo, observación y respeto por la escena.
La Nikon D300, con un gran angular exigente y un revelado consciente, sigue siendo una herramienta válida para quien disfruta del proceso tanto como del resultado. No es rápida. No es moderna. Pero es una camara tal cual.
Y a veces, eso es exactamente lo que uno necesita cuando sale a fotografiar.
Volver a estas fotos es volver a un ritmo distinto. En 2015, durante un viaje fotográfico por el Cusco, Perú. Llegué a Chinchero sin apuro, con la cámara colgada y la sensación de que ahí no había que correr. Chinchero no se fotografía a la defensiva ni buscando “la postal”. Se fotografía caminando lento, escuchando, esperando.
Llevaba conmigo mi Nikon D300s, una cámara que siempre sentí compañera honesta. No exagera colores, no maquilla la luz. Lo que ve, lo entrega. Y en un lugar como Chinchero, eso importa. Porque aquí la fuerza no está en el impacto inmediato, sino en los detalles: las paredes gastadas por el tiempo, las piedras pulidas por siglos de paso, los telares extendidos como si fueran parte natural del paisaje.
Recuerdo haber entrado a una de esas calles empedradas donde los puestos de textiles se alinean sin orden aparente. No era un mercado agresivo. Nadie gritaba. Nadie apuraba. Los tejidos estaban ahí, colgados, apoyados sobre mesas simples, dejando que el color hablara solo. Rojos profundos, azules densos, tonos tierra que dialogaban perfecto con el adobe y la piedra. No necesitaban explicación.
Me sente en aquel piso empedrado, fotografié sin prisa. Esperando que alguien cruzara el encuadre. Que una sombra se estirara lo suficiente. Que el cielo, limpio y alto, terminara de cerrar la escena. La D300s respondió como siempre: archivos sólidos, contrastes controlados, una sensación muy “real”. Nada espectacular. Todo verdadero.
La plaza fue otro momento clave. La iglesia colonial —levantada sobre cimientos incas— domina el espacio sin imponerse. Me quedé un buen rato observando cómo la vida seguía alrededor: gente sentada, vendedores acomodando sus productos, turistas caminando sin entender del todo dónde estaban. Disparé unas pocas veces. No hacía falta más.
Hay una foto que me encanta, tomada desde un arco, que todavía me acompaña. El encuadre es simple: la calle bajando, las casas a los lados, el valle abriéndose al fondo. Es una imagen silenciosa. No busca impresionar. Solo contar que estuve ahí, parado, mirando.
Hoy, tantos años después, estas fotos me recuerdan algo que a veces se pierde: viajar no siempre es descubrir lugares nuevos, sino aprender a mirar mejor. Chinchero me enseñó eso. Y la Nikon D300s fue la herramienta justa para registrarlo sin adornos.
No fue un viaje espectacular. Fue un viaje honesto. Y por eso sigue vivo en estas imágenes.
No recuerdo el sonido exacto del lugar, pero sí recuerdo el silencio. Un silencio blanco, brillante, casi incómodo. Así fue mi primer encuentro con las Salinas de Maras en Cusco, Perú, en el 2015, durante un viaje que no tenía un guion claro, solo una intención: mirar con calma.
Había llevado mi Nikon D300s, una cámara que ya entonces no era novedad, pero que sentía perfecta para este tipo de lugares. Robusta, honesta, sin apuros. Como Maras.
Un paisaje que no necesita explicaciones
Desde arriba, las salinas parecen irreales. Miles de pozas blancas y ocres dibujadas sobre la ladera, como si alguien hubiera dejado caer un mosaico gigante en medio de los Andes. Pero basta bajar unos metros para que todo cambie.
El suelo cruje bajo las botas. La sal se pega a la ropa. El reflejo del sol obliga a bajar la mirada. Y ahí entiendes algo importante: este lugar no se recorre rápido.
Maras no se consume como destino. Se atraviesa despacio.
Fotografiar cuando el lugar marca el ritmo
Ese día no disparé demasiado. Me senté varias veces a observar cómo la luz transformaba el color del agua salada. Algunas pozas parecían blancas, otras doradas, otras casi transparentes. Ninguna era igual.
La Nikon D300s me obligaba a medir con cuidado. Las altas luces no perdonan. Y eso, lejos de ser un problema, fue una ventaja. Me hizo bajar el ritmo, pensar cada encuadre, aceptar que no todo debía ser fotografiado.
Las mejores imágenes nacieron cuando dejé de buscar “la foto” y empecé a escuchar el lugar.
Detalles que cuentan más que el paisaje
Más allá de las vistas amplias, lo que más me atrapó fueron los detalles:
los bordes irregulares de las pozas, las grietas por donde corre el agua salada, las texturas que solo se revelan cuando te acercas. En esos pequeños encuadres sentí que Maras hablaba más claro. No como postal, sino como proceso. Como algo vivo, trabajado día a día desde hace siglos.
Lo que se queda después del viaje
Han pasado años desde ese viaje, y al revisar estas fotos hoy, no pienso en técnica ni en equipo. Pienso en la sensación de estar ahí. En cómo un lugar puede obligarte a bajar la cámara, respirar y recién después disparar.
Las Salinas de Maras no me enseñaron a hacer mejores fotos.
Me enseñaron a mirar mejor.
Una nota personal
Si alguna vez vuelvo, no iré buscando nuevas imágenes. Iré buscando la misma calma. La cámara será solo una excusa más para detenerme.
Hay cámaras que uno prueba un fin de semana y devuelve a la vitrina.
Y hay otras que, apenas las cargas con película, te cambian la forma de salir a fotografiar. Para mí, la Nikon F4 y la Nikon F5 pertenecen a este segundo grupo.
No son cámaras “cómodas”. No son ligeras. No son discretas.
Pero cada una, a su manera, te recuerda por qué la fotografía analógica sigue teniendo sentido hoy.
La Nikon F4: el ritmo de la fotografía consciente
Con la F4 siempre me pasa lo mismo: bajo el ritmo.
No porque sea lenta —no lo es— sino porque te invita a pensar. Es una cámara que todavía se siente muy cercana a las Nikon mecánicas, aunque ya tenga autofocus y medición moderna. El diseño es sobrio, casi serio, y al usarla tengo la sensación de que nada sobra.
Cuando disparo con la F4, me escucho más. Me detengo más. Miro el encuadre dos veces. El autofocus está ahí para ayudar, no para dominar la escena. Y eso se nota especialmente cuando la uso con lentes manuales: la experiencia es directa, honesta, muy fotográfica.
Es la cámara que saco cuando quiero disfrutar del proceso. Caminar, observar, esperar la luz. No me pide rapidez, me pide intención.
La Nikon F5: cuando la cámara toma el mando
La F5 es otra historia desde el primer segundo.
Apenas la tomas, entiendes que fue diseñada para no fallar. Todo en ella transmite seguridad: la empuñadura, los botones, el sonido seco del obturador, la forma en que enfoca sin dudar.
Con la F5 no pienso tanto en la cámara. Pienso en lo que está pasando delante. El autofocus sigue sujetos con una soltura que todavía sorprende en película, y la medición matricial rara vez se equivoca. Es una cámara que te permite reaccionar, confiar y disparar.
No es una cámara emocional. Es una cámara profesional en el sentido más puro de la palabra. Y eso, lejos de ser un defecto, es precisamente su mayor virtud.
Dos maneras de trabajar, ninguna equivocada
Algo que descubrí usándolas en paralelo es que no compiten entre sí, se complementan.
La F4 me acompaña mejor en fotografía urbana, retratos tranquilos, paisajes donde el tiempo juega a favor. La F5 aparece cuando necesito rapidez, precisión y cero margen de error.
Con la F4 siento que yo llevo el control.
Con la F5 siento que la cámara y yo somos un equipo… pero ella va un paso adelante.
Lentes, compatibilidad y ese lujo silencioso de Nikon
Hay un detalle que con los años valoro cada vez más: ambas aceptan prácticamente todo el universo de lentes Nikon. Montar un AI o AI-S manual sigue siendo una experiencia deliciosa, y pasar a un AF-D es inmediato, natural.
Esto hace que hoy, décadas después de su lanzamiento, sigan siendo cámaras plenamente utilizables. No están atadas a un sistema muerto. Siguen dialogando con el vidrio Nikon, viejo y nuevo, sin protestar.
Pilas AA: lo práctico también importa
Puede sonar menor, pero no lo es: las dos funcionan con pilas AA. No hay baterías propietarias difíciles de encontrar ni cargadores exóticos. Sales, compras pilas y sigues fotografiando. En una cámara profesional, este detalle se vuelve una tranquilidad enorme. La F5 consume más, claro, porque es más potente. Pero nunca he sentido que sea un problema real en el uso cotidiano.
Una pausa técnica necesaria
Para poner todo en contexto, dejo una tabla breve. No para decidir, sino para ordenar sensaciones.
Característica
Nikon F4
Nikon F5
Sensación en uso
Clásica, reflexiva
Contundente, segura
Autofocus
Correcto, calmado
Rápido y muy preciso
Medición
Muy confiable
Excepcional
Disparo continuo
Hasta 5.7 fps
Hasta 8 fps
Alimentación
Pilas AA
Pilas AA
Espíritu
Transición analógica
Culminación profesional
Conclusión personal
Si tuviera que resumirlo sin técnica, diría esto: La Nikon F4 es una cámara que se disfruta. La Nikon F5 es una cámara que se confía.
No elegiría una sobre la otra de forma definitiva. Elegiría según el día, el ánimo y el tipo de fotografía que quiero hacer. Y quizá esa sea la mayor virtud de ambas: que, tantos años después, todavía tienen algo que decir.
Si te provoca, en el próximo artículo puedo contar cómo se sienten con distintas películas, o qué lentes realmente les sacan carácter hoy, más allá de la ficha técnica.