Retratos de Espera: Un Día en San Pedro de Casta

Después de una noche estrellada en Marcahuasi y una mañana donde el sol encendía las rocas con tonos dorados, tocaba el regreso. Bajamos a San Pedro de Casta sin apuro, todavía envueltos en la atmósfera mágica de la altura. La luz de ese día tenía una calma distinta, como si el pueblo supiera que el viaje estaba llegando a su fin.

Mientras esperábamos el bus de vuelta a Lima, saqué nuevamente mi Minolta X-700. Aunque el cuerpo aún sentía el cansancio del trekking, los ojos estaban más atentos que nunca. San Pedro de Casta, con su plaza polvorienta, su gente de mirada directa y silenciosa, y sus caballos amarrados junto a muros de adobe, se convirtió en un escenario íntimo. Era como si el pueblo entero estuviera en pausa, dejando que la cámara recogiera lo que quedaba del viaje.

Fotografié los caballos, cuyas riendas tejidas y monturas gastadas hablaban de historia y trabajo. Las mujeres con sombreros de paja, sentadas bajo el sol, compartiendo risas o simplemente descansando, se convirtieron en retratos espontáneos de una comunidad viva. También hubo miradas esquivas, gestos naturales, colores intensos de faldas y mantas, y un pequeño arco de piedra —quizás una vieja capilla— que parecía guardar el tiempo.

Cada disparo fue una despedida lenta. No buscaba la foto perfecta, sino conservar el pulso tranquilo de ese día. En ese par de horas, San Pedro de Casta me pareció más que una parada antes de Marcahuasi. Fue un lugar donde el viaje se cerró con humanidad, color y textura.

Ahora que revelo estas imágenes, me doy cuenta de que tienen algo que no podría capturar con una cámara digital: un leve temblor de nostalgia, de polvo, de luz detenida. Como si cada foto supiera que era el final.