El lago titicaca es de esos lugares que se atraviesan con calma. Desde la orilla, el agua parece quieta, casi inmóvil, pero basta subir a una embarcación de totora para entender que aquí todo flota entre historia, ritual y paciencia.
Recuerdo la primera vez que vi estas balsas de cerca. No fue el tamaño lo que me impresionó, sino el silencio. El sonido del agua rozando la totora es distinto al de una lancha moderna; es más suave, casi orgánico. Como si el lago aceptara mejor a estas embarcaciones hechas con la misma planta que lo rodea.
Barcos que nacen del lago
Estas embarcaciones están construidas íntegramente con totora, una planta acuática que crece en abundancia en el lago. No hay metal, no hay motores ruidosos: solo capas de tallos secos, amarrados con precisión, renovados cada cierto tiempo porque el agua, poco a poco, los devuelve a su origen.
Algunas balsas son pequeñas y funcionales; otras, como las que aparecen en las fotos, son grandes plataformas flotantes, pensadas para transportar personas. En ellas, el lago se convierte en camino.
Las proas que miran al pasado
Lo que más me llamó la atención es el diseño: dos proas elevadas con forma de animales. No están ahí solo para verse bien en una foto.
Estas figuras zoomorfas tienen un sentido profundo. Representan protección, fuerza y respeto por la naturaleza. Son una forma de pedir permiso al lago antes de navegarlo. Al mismo tiempo, cumplen una función práctica: ayudan a distribuir el peso y mejorar la estabilidad, algo crucial cuando varias personas van a bordo.
Con el tiempo, este diseño también se convirtió en un lenguaje visual para el visitante. No es un espectáculo armado: es una tradición que aprendió a dialogar con el presente.
Vivir flotando
En el fondo de muchas de las imágenes se distinguen viviendas, torres y muelles, todos hechos del mismo material. Aquí, la totora no es solo transporte: es hogar, alimento, herramienta y memoria.
Estas embarcaciones forman parte de un modo de vida que ha resistido siglos de cambios. Hoy conviven la tradición y el turismo, pero la esencia sigue intacta: todo se construye, se repara y se renueva con lo que el lago ofrece.
Fotografiar el equilibrio
Fotográficamente, estas escenas tienen algo especial. La textura de la totora, el contraste con el azul profundo del agua, los colores de la vestimenta tradicional y el cielo abierto crean imágenes que no necesitan artificio. No hace falta exagerar el contraste ni dramatizar la luz: el lugar ya lo hace por sí solo.
Mientras la balsa avanza lentamente, uno entiende que aquí el tiempo no corre, flota. Y quizá por eso estas embarcaciones no solo llevan personas: llevan historias, costumbres y una forma distinta de entender el mundo.
Salir del lago no es abandonar el lugar. Es llevarse esa sensación de equilibrio, de silencio y de respeto por lo simple. Algo que, incluso lejos del Titicaca, sigue navegando con uno.
Una cámara antigua para un lugar sin tiempo
Todas estas imágenes fueron tomadas con mi Nikon D2x, una cámara que hoy muchos llamarían antigua, pero que en este viaje demostró tener aún mucho que decir. Su sensor, exigente pero honesto, obligaba a medir bien la luz y a disparar con intención. En el Lago Titicaca, esa forma pausada de fotografiar encajaba perfecto: colores reales, texturas bien definidas y un carácter que se siente más cercano a la memoria que a la inmediatez digital. Fotografiar estas balsas de totora con la D2x fue, en cierto modo, seguir el mismo ritmo del lago: sin prisa, sin automatismos, dejando que cada imagen se construya con calma.



































