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  • Cuando el Lago Titicaca se queda en silencio: un atardecer entre embarcaciones en Puno

    Cuando el Lago Titicaca se queda en silencio: un atardecer entre embarcaciones en Puno

    Puno, Perú – Nikon D2x + Nikkor 80-200 mm f/2.8

    Hay atardeceres que no necesitan explicación. Solo ocurren. Este fue uno de esos. Estaba en el puerto de Puno, cuando el sol empezaba a caer lento sobre el Lago Titicaca, y las embarcaciones turísticas regresaban una a una, balanceándose con ese vaivén tranquilo que solo se siente en los lagos grandes, casi marinos.

    No había apuro. El viento helado típico del altiplano apenas levantaba pequeñas ondas en el agua, suficientes para romper los reflejos perfectos de los botes blancos y azules. Todo parecía suspendido en el tiempo: las banderas peruanas flameando, los motores apagándose, las conversaciones en voz baja.

    Un lago que se siente más que se mira

    El Titicaca no se impone por dramatismo, sino por presencia. A más de 3,800 metros sobre el nivel del mar, el aire es distinto y el silencio pesa. Ese silencio solo se interrumpe por el golpeteo suave de los cascos contra el muelle y el crujir de la madera envejecida de las embarcaciones.

    Desde la orilla se ve Puno trepando los cerros, una ciudad que parece observar al lago con respeto. Aquí todo gira en torno al agua: el turismo, la pesca, la historia y la vida cotidiana.

    Fotografiar sin apurarse

    Estas fotos las tomé con una Nikon D2x y el clásico Nikon 80-200 mm f/2.8, un lente que obliga a mirar con calma. No es ligero, no es discreto, pero tiene algo especial: comprime la escena y acerca detalles sin romper la atmósfera.

    Al usar el teleobjetivo, pude aislar embarcaciones, banderas, rostros y reflejos. El fondo se aplana, las capas del lago y la ciudad se juntan, y la escena gana una sensación casi pictórica. La luz del atardecer ayudó: suave, lateral, sin contrastes extremos. Se trataba de quedarse quieto, observar y disparar cuando todo encajaba por unos segundos.

    Embarcaciones que cuentan historias

    Cada bote tiene su carácter. Algunos muestran el desgaste de años de trabajo, otros están mejor pintados, listos para el siguiente grupo de turistas rumbo a las islas. En uno, una familia local cruza el lago con naturalidad absoluta, como si el frío y la altura no existieran.

    Ese contraste —entre lo turístico y lo cotidiano— es parte del encanto del Titicaca. Nada se siente forzado. Todo fluye.

    Un cierre perfecto del día

    Cuando el sol desaparece del todo, el lago cambia de color y el puerto se va vaciando. Guardé la cámara sabiendo que no hacía falta más. A veces una sola escena, bien vivida y bien observada, vale más que una jornada entera de fotos.

    El Lago Titicaca tiene eso: no se deja capturar del todo, pero siempre te regala algo para llevarte.

  • De La Paz a Uyuni

    De La Paz a Uyuni

    De La Paz a Uyuni: el viaje más duro que hice, con mi Nikon D2x colgada al cuello

    Este viaje lo hice en abril de 2012, en una etapa en la que viajar con una DSLR pesada como la Nikon D2x era parte del ritual. No había drones, ni smartphones avanzados, ni prisas: solo el camino, el frío del altiplano y la expectativa de llegar a Uyuni.

    Hay viajes que se planean con entusiasmo y otros que se recuerdan con una mezcla de cansancio, frío… y gratitud. El trayecto de La Paz a Uyuni pertenece a ese segundo grupo. Fue, sin exagerar, uno de los viajes más duros que he hecho. Pero también fue el precio justo para llegar a uno de los paisajes más sobrecogedores que he visto en mi vida.

    Desde el inicio supe que no iba a ser fácil. Aun así, llevé conmigo mi Nikon D2x, casi como un recordatorio personal de por qué estaba ahí: no solo para llegar, sino para mirar, para registrar, para detener el tiempo cuando el paisaje lo mereciera.

    Un viaje sin historias no es un viaje

    Siempre he creído que un viaje sin anécdotas es un viaje incompleto. Y este trayecto tiene historias de sobra. Hubo momentos en los que pensé —medio en broma, medio en serio— que esta ruta podría calzar perfecto en un programa tipo Rutas Mortales. Pero sería injusto quedarme solo con lo extremo del camino. Uyuni no se define por lo difícil de llegar, sino por lo que te espera al final.

    La travesía nocturna

    El viaje de La Paz a Uyuni es de unos 280 kilómetros, pero la distancia engaña. Por la combinación de pista y trocha, curvas interminables y una infraestructura bastante básica, en el año 2012, el trayecto toma cerca de ocho horas. Los buses salen alrededor de las diez de la noche y llegan al amanecer.

    Había solo tres opciones de buses:

    la mala, la menos mala y la no tan mala.

    Elegimos la menos mala. Y menos mal. Kilómetros después, la no tan mala terminó volcada. Ver eso, incluso en fotos, te deja pensando en lo frágil que es todo cuando viajas por estas rutas del altiplano.

    El bus era sencillo, nada de asientos cama. En Perú los llamaríamos bus camión. En mi caso, el asiento ni siquiera reclinaba. Dormí —si es que se puede llamar dormir— casi erguido, abrazando la mochila donde llevaba mi cámara, como si fuera parte del equipaje más valioso.

    El frío, el silencio y la espera

    Viajé en abril, y el frío fue implacable. No fui lo suficientemente prevenido y lo pagué caro. El altiplano no perdona. El frío se mete en los huesos, reseca la piel y te mantiene despierto más de lo que quisieras. A ratos, el silencio del camino era tan profundo que solo se rompía con el traqueteo del bus sobre la trocha.

    Llegar a Uyuni

    Cuando el bus finalmente llegó, aún era temprano. El aire helado te recibe de golpe. En los alrededores, algunos lugareños ofrecen desayunos sencillos: pan con queso, café caliente, té. Después de una noche así, ese café sabe distinto, sabe a llegada.

    Uyuni es una ciudad pequeña, funcional, sin demasiados adornos. Tiene lo justo: tiendas para abastecerte, refrescos, galletas, y hasta un cajero automático. Todo lo necesario antes de salir rumbo al salar.

    Cuando todo cobra sentido

    Y entonces llega el momento. Sales de Uyuni y el paisaje empieza a abrirse. El horizonte se aplana. El cielo se vuelve inmenso. Ahí entendí por qué había traído mi Nikon D2x. Cada kilómetro, cada ruta perdida en la sal, cada reflejo del amanecer sobre el salar hacía que el cansancio desapareciera.

    El Salar de Uyuni no es solo blanco. Es textura, es silencio, es luz dura al mediodía y reflejos casi irreales en la mañana. Es uno de esos lugares donde disparas la cámara con calma, sabiendo que ninguna foto va a capturar del todo lo que estás viendo… pero igual lo intentas.

    Hoy, cuando reviso esas fotos —del salar, de las rutas infinitas, del paisaje desnudo— recuerdo el frío, la incomodidad del bus y el cansancio acumulado. Y aun así, pienso lo mismo cada vez: valió totalmente la pena.

    Si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría. Tal vez mejor abrigado. Tal vez con un asiento que recline. Pero con la misma cámara y la misma disposición a dejar que el viaje también me sacuda un poco.